lunes, 27 de agosto de 2012

... Dejarse llevar...

Una gélida brisa entraba por la ventana. Eran días en los que -afortunadamente- el tiempo había concedido una tregua a la ciudad. El bochornoso calor del verano retrocedía a favor de unos vientos alisios que llegaban cargados de humedad y esencias.
El rocío matutino empañaba los cristales de su habitación, y a través de aquéllas cortinas de seda se colaba ese aroma del algarrobo que le recordaba a su niñez.
Sola, sobre su cama, doblaba meticulosamente la ropa que pretendía usar durante los próximos meses.

La maleta iba repleta. Debería prescindir de aquella cazadora que tanto le gustaba... "¡Ya tendré ocasión de comprarme una nueva!"- pensaba.

Los viajes siempre fueron su pasión: el pretexto perfecto para salir de su rutina, embarcarse en nuevos propósitos o simplemente impregnarse de costumbres y culturas ajenas a ella.

Echó un último vistazo y comprobó que no olvidaba nada. Tan solo dejaba atrás su pequeña y acogedora casa; aquel habitáculo que le proporcionaba su pedacito de intimidad y recogimiento.

Cargó el coche y emprendió rumbo a casa. Su ciudad natal la esperaba inalterable, poderosa y rejuvenecida. El regreso, tras años alejada de su cobijo, se le antojaba ahora todo un desafío. Un lugar cercano y desconocido a la vez.

Cavilaba acerca de su llegada. Y en la innegable desazón que le producía la vuelta,  le acompañaba la convicción de ver cumplidos sus anhelos. Era otro tiempo, pero la misma ciudad. Volvía, esta vez, para dejarse llevar.



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