lunes, 15 de marzo de 2010

55º39'S 67º52'O

El ímpetu del oleaje golpeaba contra babor. Los gélidos vientos del Sur helaban sus mejillas; y los cabos abrasaban unas manos ya agrietadas por el tiempo y su inclemencia.
Sin embargo, un intenso fuego ardía en su interior. Era su instinto de supervivencia y el deseo de alcanzar su sueño lo que le impedía abandonarse en ese duelo de titanes.
Aquella naturaleza indomable y la inmortalidad de los minutos que transcurrían eternos constituían un desafío digno de afrontar.
La aventura en la que había decidido embarcarse se estaba llevando a cabo... No era ahora el momento de cesar en su empeño.
Tomó el mando de su barco. Calculó coordenadas y planificó una ruta alternativa.
Su experiencia en navegación era, sin duda, intachable.
El océano se había convertido en su mayor maestro. Junto a él, concibió la pequeñez de su existencia, aprendió valores como la humildad o el respeto, y comprendió la importancia del trabajo y el esfuerzo.
Dirigido por su agudeza buscó el soplo de un viento a favor. A medida que el vendaval remitía, se dejaba llevar hacia aguas calmas; comprendiendo, al fin, que era el mar quien le guiaba.

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Abrió los ojos. En mitad de la sala de aquella Estación de Ferrocarril observaba a la multitud. Una marea de individuos se agolpaba -ensimismada- en la puerta de embarque. Nadie con quien poder dialogar. Ni una sola mirada con la que cruzarse.
Sintió frío. Una vacía sensación de soledad que le entumecía el corazón. Rodeado de ausencia e incomunicación añoró encontrarse en alta mar.
Al menos la brisa conversaba; las estrellas le guiaban en sus noches de travesía; y la inmensidad del horizonte le otorgaba aquello con lo que siempre había soñado: la libertad.