Acostumbrada a ser simplista y poco trascendental, empezaba a percibir que se había sumergido en un derroche de ilusiones y sinsentidos. De un tiempo a esta parte, advertía que no le salían los cálculos. Había malgastado demasiado tiempo tratando de comprender el por qué de las cosas; de dar explicación a aquéllo que sólo ella sentía.
Había dejado de creer en la construcción del propio destino y opinaba, por contra, que todos transitan por un rumbo ya trazado.
Poco o nada podía hacer por cambiar los acontecimientos si nadie le acompañaba en su empeño.
Se reprochó sus fantasías y ensoñaciones. Entusiasmarse una vez tras otra... tantas veces...
Maldijo su capacidad de amar, de intuir y de esperar. De poco le había servido.
Y anheló volver a aquellos años en que, alegre y jovial, era militante del relativismo y la despreocupación. Hacerse mayor empezaba a resultar aburrido. Atrás quedó el tiempo de las
promesas, los pactos y juramentos. Ser adulto no daba oportunidad a la improvisación. Nadie arriesgaba.
Era en momentos como éste cuando ella prefería cerrar los ojos. Imaginaba. Cultivaba el pensamiento. Y se dejaba llevar por sus sueños más profundos.
De esta manera encontraba su refugio.
Así, al menos, podía sentirse dueña de la realidad que siempre había deseado.